Fotografia: Facundo Roson
Tita, una mestiza de 7 años viajó desde Argentina hasta Europa, para emprender juntos a sus humanos una aventura de 11 meses. Se animó a nadar en el mar Cantábrico y perderle el miedo al agua. Escaló montañas en Austria y probó pulpo en Galicia.
Soy Tita, tengo siete años (sí, estoy llegando a los 50, pero los llevo bien), y cualquier persona que me viera diría que soy incapaz de subirme a una silla. Sí, soy petisa, soy larga, soy una mezcla de salchicha con algo más que pasaba por ahí. Pero les aseguro que ninguno de ustedes se imagina la aventura que viví con mis humanos. Y subir a una silla, yo no subo sillas, yo subo montañas.
Cuando me metieron en esa caja de plástico y me cerraron la puerta debo admitir que sentí un poco de miedo. Bueno, no sé si miedo. Mis humanos nunca me abandonaron y siempre estuvieron ahí cuando quería comida o simplemente una caricia, así que sabía que volverían. Pero esos cinco días que estuve en la caja mientras alguien la sacudía de a ratos se hicieron eternos. ¿O fue una semana? No sé, dicen que nosotros los perros no tenemos sentido del tiempo y por eso festejamos cuando nuestros humanos llegan a casa como si no lo hubiésemos visto por años. ¡Claro que tenemos sentido del tiempo! Pero vivimos menos que ustedes y por eso nos gusta hacer todo más largo (en realidad sabemos que se fueron dos minutos y que en la caja estuve 15 horas, pero somos trágicos. Nos gustan los mimos y hacerlos sentir culpables).
Pero voy al grano porque me dijeron que tengo apenas una carilla para contarles mis 11 meses de viajera por Europa y no sé cómo voy a hacerlo. Necesitaría una revista entera para hablarles acerca de todos los olores nuevos que descubrí, o de cómo le perdí finalmente el miedo al agua y me animé a nadar en el Mar Cantábrico, allí donde comenzó nuestra aventura final de 7 años (en realidad fueron 3 meses, pero sigo exagerando con los tiempos) en casa rodante hasta un lugar frío y lejano pero lleno de bosques maravillosos con hojas amarillas y grises: Polonia. Durante esa aventura de 9000 kilómetros en nuestra nueva casa subí a una montaña en Austria en donde el pasto era tan alto que casi me pierdo; descubrí el desierto en España; me transformé en milanesa en una playa escondida entre paredes gigantes de piedra en Portugal; probé el pulpo y los langostinos en Galicia; robé helados italianos de la mano de mi humano, caminé en calles empedradas con siglos y siglos de olores, y tuve que esperarlos unos cuantos días en el campo de un amigo mientras recorrían Islandia ya que allí los animales debemos estar un mes en cuarentena antes de visitar la isla (allí nunca existió la rabia así que por precaución hacen eso). Por eso no me pudieron llevar.
En este viaje aprendí que no necesito más para ser feliz que un lugar para dormir, una rica comida, y el amor de mis humanos. Y sé que ellos aprendieron muchas cosas también y se dieron cuenta de que viajar con un perro no es tan complicado como muchos humanos dicen. Son cada vez más los lugares que están felices de recibirnos. De noche mis patas cortas no daban más de caminar y caminar. Pero no puedo explicarles mi felicidad de pasar las 24 horas con ellos, de estar juntos bajo un mismo techo, de sentirme un miembro más de la familia. A veces me quedaba sola mientras ellos se iban en bicicleta, o de noche a comer a algún lugar. Pero ese momento a solas era ideal para cerrar los ojos y esperarlos. Siempre volvían.
Este tiempo con ellos crecí. No, no crecí de tamaño, pero crecí como perro. Sí, no sólo a los humanos le crece el alma. No sólo ellos disfrutan de nuevas experiencias y aprenden de ellas. Soy una perra y por más que la mayoría de cosas las hago por instinto, les aseguro que también siento. Por eso mis humanos decidieron empezar este blog, PieyPata.com (así es, yo soy la Pata del título, quién más si no); para contarles a ustedes, amantes de los cuadrúpedos, que no hay excusa a la hora de viajar con nosotros. Al fin y al cabo, somos familia, ¿no?
blog: PieyPata.com