Ella es Keidy, me acompañó durante 13 años y desde sus 3 meses tuve el privilegio de ser su mamá. Era una cachorra muy traviesa e inquieta, con una energía infinita.
No le gustaba el conflicto, no reaccionaba a los ataques de algún otro perrito y se enojaba si escuchaba a alguien pelear.
Tenía la costumbre de comer echada en el piso con sus pelotas en el plato y no comía si estaba sola.
Exigía sus paseos cada mañana acompañado de un premio al retornar a casa que también lo pedía cada vez que alguien llegaba.
Su nariz era muy delicada, solía secarse con la exposición al sol, aún probando con varios tratamientos no pudimos darle una completa solución.
No le gustaba recibir la visita del peluquero. Se resignaba a los baños que le daba papá y se secaba en las paredes del patio.
Daba una pequeña vuelta por el ascensor cada que alguien salía, asegurándose de que todo estaba bien.
Era fan de nuestros paseos, las camitas a la plaza o los del auto, a veces colgada en la ventana del bolante o acostada siendo mi copiloto.
Su compañía me daba tanta paz que hasta el día de hoy no he podido sentir nada igual.
Fue la unión de la familia, nos conquistó, incluso a mamá que costó un poquito más.
De las cosas que más admiro de ella, fue su valetía, no hubo una sola vez en la que la haya escuchado llorar con un pinchazo, sentía que hasta en esos momentos me estaba cuidando.
A un año de haber recibido su diagnóstico de cáncer linfático, me pongo a pensar en cómo ha cambiado mi vida, desde adaptarme a una nueva rutina de medicamentos y constantes visitas al veterinario, el cuidado extra en ella, valorar más el tiempo que nos quedaba, acompañarla hasta el último momento y lo difícil que es vivir con su ausencia hasta el día de hoy.
Sin duda todo ese dolor ha valido la pena, conocerla, disfrutarla, amarla, cuidarla fue el mayor privilegio que pude tener en la vida.
Mi Kei, mi cachito, mi pricesa,
Siempre te voy a recordar con alegría, aunque te extrañe toda la vida.
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